Los cambios operados en la economía política de la sociedad cubana en los últimos quince años equivalen a la transformación del anterior modelo de comunismo cubano en un estado mafioso, según lo definen las ciencias sociales contemporáneas, cuyo peculiar régimen de gobernanza se diferencia de otros Estados mafiosos en que continúa manteniendo el control totalitario, tanto sobre el sistema político como sobre el económico.

No se trata de tildarlos de mafiosos por agregar otro epíteto que sumar al de totalitarios o criminales. Hay un fenómeno nuevo en marcha. Los Estados mafiosos no son exclusivamente aquellos países donde el crimen organizado aprovecha la fragilidad del Estado para infiltrarlo, controlar a importantes funcionarios, hegemonizar ciertas actividades económicas e incluso dominar por medio de ejércitos paralelos ciertas zonas y territorios. Se trata de países en los que una elite cleptocrática y autocrática ejerce el poder real de forma exclusiva y promueve sus intereses particulares por encima de todo interés nacional, después de haber sometido a la obediencia incondicional  a las instituciones armadas y judiciales, de haberse apropiado las ganancias de las actividades económicas más lucrativas del país y de controlar los procesos de decisión en las instituciones del gobierno, el cual, una vez vaciado de poder real, se transforma en instrumento de esa oligarquía para validar sus decisiones. México e Italia –pese a sus niveles de infiltración delincuencial y hasta la pérdida del control estatal efectivo sobre ciertas zonas–, no son Estados mafiosos, pero Venezuela y Rusia sí lo son.

Así quedó bloqueado el acceso del conjunto de la sociedad cubana al extraordinario y revolucionario conjunto de beneficios que las nuevas tecnologías han traído a la humanidad en el siglo 21. Cuba fue desconectada de la nueva historia de larga duración que se inició en los años 90 con el advenimiento de la Era Digital de la Información y el Conocimiento. De ella solo llegarían a la isla aquellas innovaciones tecnológicas que –siempre bajo un estricto control– permitieran el enriquecimiento de una elite de poder cleptocrática y totalitaria.

Tras década y media de desempeño totalitario, la nueva oligarquía mafiosa ha dejado en herencia, a fines de 2022, un régimen de gobernanza fallido y colapsado. Por otro lado, el Estado encargado de implementar ese régimen, sistema o modelo de gobernanza es frágil, está constituido por instituciones pobres en recursos humanos y financieros, se ve afectado por una anomia generalizada y lo gestiona el equipo de gobierno más profesionalmente mediocre que haya tenido esa responsabilidad desde 1959. El resultado es el incremento de los índices de ingobernabilidad en áreas sensibles para la estabilidad nacional.

La elite de poder que controla el país por medio del oligopolio conocido por GAESA ha establecido vínculos con otros Estados y actores no estatales vinculados al crimen organizado y al terrorismo. Cuba apoya hoy la agresión rusa a Ucrania en el campo de la guerra informativa y diplomática, no porque la política agresiva de EEUU la haya enajenado. La Administración de Obama ya le había tendido la mano en persona cuando este mandatario visitó La Habana.

Pero después de esa visita, con los recursos que proveyó esa apertura no solo de EEUU sino de la Unión Europea y sus acreedores, Raúl Castro expandió el oligopolio de GAESA, asfixió al insipiente sector emprendedor, y la inteligencia cubana lanzó una ofensiva híbrida con grupos radicales y delincuencia organizada para desestabilizar gobiernos democráticos en varios países de América del Sur. Su actual alineamiento con Rusia no se debe a que ambos sean comunistas o anticapitalistas. Ninguno de los dos es una cosa ni la otra.

La actual sumisión de La Habana a Moscú responde a que la nueva clase dominante es una oligarquía cleptocrática y autocrática que controla las mayores riquezas del país para su propio beneficio. Del mismo modo que Putin no puede tolerar que las ex colonias de la URSS influyan sobre la población rusa si desarrollan modelos económicos exitosos en el marco de sociedades democráticas –en el caso de Ucrania agitó el supuesto temor a que la OTAN se acercaba a sus fronteras para erradicar esa posible influencia– tampoco es el temor a una agresión estadounidense lo que paraliza a la elite cubana. No teme una improbable invasión de los marines, sino el grado de influencia ideológica que la democracia y la libre empresa llegarían a tener sobre la población si la sociedad cubana se abriera al mundo. Esta vez teme más las investigaciones de los agentes de la DEA con relación a las instituciones armadas y GAESA, puntales del nuevo Estado mafioso, que a las de la propia CIA. Si la actual Administración de Biden ignora esas realidades estará condenada a repetir los mismos errores que Obama. Esa política entonces tuvo cierta justificación como excepcional experimento, pero de reiterarse ahora sería un inexplicable y craso error con muy perjudiciales consecuencias para las aspiraciones de libertad y progreso del pueblo cubano.

Un Estado mafioso es aquel donde el poder real se desplaza de las instituciones y funcionarios del gobierno formal a una oligarquía cleptocrática y autocrática que lo ejerce para apropiarse de las fuentes de riqueza, dictar el rumbo general de la nación al gobierno y asegurar su posición privilegiada por medio del control directo de las instituciones armadas y judiciales. Estas oligarquías mafiosas no son comunistas ni anticapitalistas sino antidemocráticas y antiliberales por lo que tienden a crear alianzas internacionales en las que participan otros Estados mafiosos, sectores del crimen internacional organizado y una variedad de actores de la sociedad civil cuyos objetivos radicales coinciden con la agenda desestabilizadora de esa coalición variopinta de fuerzas.

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