“Los cubanos tienen lo que se merecen.”

Esa frase, repetida con cruel ligereza por algunos compatriotas desde el exterior, clava como aguijón. Y no porque sea cierta, sino porque duele que alguien olvide tan pronto lo que significa vivir bajo una dictadura totalitaria, una de las más duraderas y sofisticadas del hemisferio occidental.

El pueblo cubano no es cobarde. La historia lo demuestra. Resistió guerras de independencia, enfrentó dictaduras, se lanzó al mar en busca de libertad. Ha tenido mártires, presos políticos, activistas valientes que han desafiado al poder a sabiendas de que iban directo al calabozo. Si hoy no hay una revuelta masiva en las calles, no es por falta de valor, sino porque las condiciones impiden cualquier forma de organización efectiva.

Desde hace más de seis décadas, el régimen ha perfeccionado una maquinaria de control social que hace casi imposible cualquier intento de oposición articulada. No se trata de represión ocasional, sino de un sistema totalitario con eficacia quirúrgica, que sofoca toda iniciativa colectiva desde la raíz. En Cuba no se permite la existencia legal de partidos opositores, sindicatos libres, asociaciones independientes, prensa no controlada por el Estado. No se permite siquiera organizarse en torno a causas sociales neutrales sin ser señalados de “contrarrevolucionarios”. Y cuando alguien lo intenta, sufre represalias inmediatas: despido, vigilancia, acoso, cárcel o exilio forzado.

Este nivel de control total destruye no solo la estructura, sino también el alma colectiva. La falta de un horizonte posible, de una alternativa visible, termina por desmovilizar. La gente no se levanta porque no ve a dónde ir ni con quién hacerlo. No hay referentes nacionales con poder real, no hay líderes visibles que puedan catalizar una protesta masiva. El precio de rebelarse es altísimo; el premio, inexistente.

Pero si bien no se puede pedir al pueblo que se inmole, sí se puede —y se debe— apelar a un tipo de resistencia mínima pero poderosa: la no colaboración.

No se trata de tomar las calles, sino de quedarse en casa.
No hace falta gritar “¡Abajo la dictadura!”, sino simplemente no aplaudirla.

Porque lo más perverso del sistema castrista es que necesita fingir que tiene el apoyo del pueblo. Necesita las fotos de multitudes en el 1º de Mayo, necesita las marchas “espontáneas”, necesita los vítores organizados en visitas presidenciales. Necesita que la gente participe, aunque sea por costumbre, aburrimiento o miedo difuso. Pero ya no hay un costo real por no hacerlo. Y ahí está la grieta.

Hoy ningún cubano está obligado a salir a recibir a Díaz-Canel cuando “sorprende” a un pueblo. Nadie es fusilado por no asistir a un desfile, ni encarcelado por no ir a una reunión del CDR. El régimen vive de la simulación de consenso, no del consenso real.

Cada vez que un ciudadano decide no integrarse a la UJC, no aceptar una entrevista del NTV, no ir a votar en elecciones falsas, no levantar la mano en asambleas vacías… está diciendo algo. Está restando legitimidad. Está rompiendo el silencio que sostiene la farsa.

Y si muchos lo hacen, esa farsa colapsa.

Los cubanos no merecen la dictadura que padecen. Pero si quieren dejar de ser considerados cómplices —aunque sea injustamente—, tienen una herramienta al alcance: el silencio. La ausencia. El gesto de negarse a ser parte del teatro.

No hace falta valor heroico. Solo convicción íntima. Porque la verdadera revolución ahora mismo es no simular que todo sigue igual.