Que los mafiosos ejecutan, no es noticia para nadie. Ejecutan a conveniencia. Ejecutan para imponerse. Ejecutan para proteger sus intereses. Para eliminar a quienes consideran una amenaza o escarmentar a los transgresores de sus designios. Ejecutan para deshacerse de sus rivales. Ejecutan para apropiarse de algún nuevo territorio. Ejecutan sin necesidad de juicio ni de evidencias, pues en sus respectivos feudos ellos son la ley, y la justicia no es sino lo que ellos así dictaminen.
Tampoco debería ser ya desconocido para nadie que uno de los pilares fundamentales de los regímenes totalitarios es el terror. Y en concordancia con ello –aunque no son pocos los que prefieren apartar la vista y eludir el tema–, para gobernar la república recién conquistada Fidel Castro necesitaba un pueblo aterrorizado, pues justo esa era la premisa del modelo estalinista por él replicado en la mayor de las Antillas.
La causa 127 del año 1959
Como muestra de los redaños del recién estrenado cacique recuérdese la causa 127 del año 1959, en la cual fueron enjuiciados en Santiago de Cuba 43 integrantes de la Fuerza Aérea del Ejército (FAE). Tras una primera vista celebrada del 13 de febrero al 2 de marzo los acusados fueron absueltos, ya que no pudo probarse su participación en los delitos imputados. Inmediatamente Fidel Castro se dedicó a saturar la radio y la televisión nacionales con las antológicas diatribas con las que acostumbraba a manipular y movilizar a las multitudes en función de sus deseos, equivalentes en aquella ocasión al fallo condenatorio. Incluso nombró un nuevo tribunal presidido por su incondicional Manuel Piñeiro Losada (el comandante Barbarroja) y comisionó a su ministro de Defensa, Augusto Martínez Sánchez, como fiscal de relevo. Un segundo juicio comenzó el 5 de marzo, con el resultado de dos absoluciones y condenas de 30 años de cárcel para 19 de los acusados, 20 años para 10 de ellos, y otros 12 recibieron 2 años de prisión, acaso gracias a la intervención del arzobispo de Santiago de Cuba, Enrique Pérez Serantes, quien habría logrado disuadir al caprichoso caudillo de descargar la pena capital sobre los pilotos.
Ciertamente, ya para entonces iba quedando claro que al nuevo regente no le temblaba la mano para firmar sentencias de muerte ni la voz para decretarlas. Algunas semanas antes, tan temprano como el 12 de enero de 1959, habían sido fusilados en la loma de San Juan 71 oficiales del ejército de Batista que no habían cometido ningún crimen, incluyendo al jefe de la Policía de la oriental ciudad, quien durante un largo período había estado colaborando con el ejército rebelde en favor de la paz. Sus cuerpos fueron arrojados a una fosa común.
Los fusilamientos “revolucionarios” empezaron desde la Sierra Maestra
Valga acotar que los fusilamientos “revolucionarios” en realidad no comenzaron con la toma del poder. Ya desde la Sierra Maestra, durante la etapa embrionaria de lo que Castro llamaba “el movimiento”, hubo ejecuciones sumarias, si bien esa sórdida fase no ha sido muy publicitada, por motivos obvios. No obstante, a partir de 1959, la práctica que hasta entonces se había perpetrado al amparo de las sombras tomó carácter público, pues así como tuvo que permanecer oculta para alcanzar el poder, tenía que ser difundida para conservarlo. De manera que el paredón vino a convertirse en una variante tropical de la guillotina, aunque con la misma función: entumecer por medio del terror cualquier instinto de rebelión que pudiera quedar o resurgir en los ciudadanos.
Así pues, las primeras víctimas públicas fueron militares, y a continuación funcionarios y otras personas vinculadas de algún modo con el anterior Gobierno, aunque no relacionadas con actividades represivas. Luego cayeron ciudadanos comunes con el endeble pretexto de haber sido simpatizantes de Fulgencio Batista. Y cuando se le acabaron los supuestos enemigos, el Führer tropical no tuvo reparos en echar mano a los amigos.
La Causa 829 de 1960
El 12 de octubre de 1960 tuvo lugar el juicio de la causa 829 de ese año, como resultado de la cual fueron fusilados importantes líderes que primero habían luchado contra Batista y luego se habían rebelado contra Castro: Porfirio Remberto Ramírez, presidente de la Federación de Estudiantes Universitarios de Las Villas, Plinio Prieto Ruiz, comandante del ejército rebelde y profesor universitario, Sinesio Walsh Ríos, campesino alzado, José Palomino Colón y Ángel Rodríguez del Sol, trabajadores del Escambray. Aquellas ejecuciones pretendían desmoralizar a los campesinos que ya combatían en el lomerío de la región central del país. Con todo, la guerra del Escambray duraría 7 años, pues los pobladores de la zona no estaban dispuestos a someter sus tierras ni su libertad al nuevo dueño. Asimismo, el 18 de abril de 1961 fueron fusilados en La Cabaña Virgilio Campanería, Alberto Tapia Ruano, Carlos Antonio Rodríguez Cabo, José Calderín, Carlos Manuel Calvo Martínez, Lázaro Reyes Benítez, Efrén Rodríguez López, y Filiberto Rodríguez Ravelo. Habían sido parte del movimiento que puso en manos de Fidel Castro el destino de la nación cubana.
Nadie estaba a salvo de la guadaña castrista. Ni siquiera quien hubiera bajado con él de las lomas, como bien pudo comprobar en su momento Humberto Sorí Marín, fusilado el 20 de abril de 1961. Sorí Marín había pertenecido al movimiento 26 de Julio. En la Sierra Maestra había alcanzado el grado de comandante y había sido parte del gabinete inicial de Castro, cuando este aún mantenía activa la pantomima de restaurar la Constitución de 1940. Esta había sido, pues, la meta de la revolución cubana iniciada tras el golpe de Estado de Batista, y hasta tener bien agarrados los hilos del poder Fidel Castro necesitaba aparentar que también era el objetivo de su “revolución” particular.
¿Cuántos fusilados?
Según se ha podido documentar, solo entre 1959 y 1961 fueron fusiladas al menos 5 618 personas, pero únicamente 452 de ellas habían tenido participación en el régimen batistiano. Ya lo pregonó el 11 de diciembre de 1964 ante la Organización de Naciones Unidas ese mortífero aliado del castrismo que fue Ernesto Guevara: “Hemos fusilado, fusilamos y seguiremos fusilando mientras sea necesario. Nuestra lucha es una lucha a muerte”. ¿Así, o más claro?
La Causa 1 de 1989
Pero que nadie cometa el error de pensar que las siegas disciplinarias de Castro y compañía fueron exclusivas de la etapa inicial de la dictadura. Como tampoco había quedado en el pasado el recurso de diezmar sus propias filas. En fecha tan avanzada como la primavera-verano de 1989 los medios nacionales estremecieron a la población con la causa 1 de ese año: el arresto, enjuiciamiento sumario y ejecución de varios militares cercanos a la cúspide del poder en la isla. El general de División Arnaldo Ochoa Sánchez, el coronel Antonio de la Guardia Font y sus ayudantes personales, el mayor Amado Padrón Trujillo y el capitán Jorge Martínez Valdés, fueron procesados por el presunto delito de narcotráfico internacional.
El caso exponía supuestos vínculos de militares cubanos de alta graduación con pandillas dedicadas al tráfico de drogas como el cartel de Medellín, capitaneado por el sanguinario Pablo Escobar Gaviria. Apenas dos días antes del arresto de Ochoa había trascendido a través de la prensa mundial que funcionarios de la administración de George Bush (padre) investigaban un incremento del flujo de estupefacientes ilegales hacia Estados Unidos con la participación directa de autoridades cubanas. Un poco antes Aldo Santamaría Cuadrado, vicealmirante y jefe de la Marina cubana, había sido oficialmente acusado en ausencia por un Gran Jurado estadounidense por haber facilitado protección y vituallas a embarcaciones que transportaban drogas procedentes de Colombia hasta Cuba y de aquí a Estados Unidos.
El juicio contra los oficiales cubanos, declarado arbitrario por la ONU, estuvo a cargo de un tribunal militar integrado por tres generales de los cuales solamente uno tenía nociones de jurisprudencia. El delito de tráfico de drogas, según el Código Penal cubano vigente a la sazón, no contemplaba como sanción máxima la pena de muerte, sino hasta 15 años de privación de libertad. Empero, los acusados fueron llevados ante el pelotón de fusilamiento con el pretexto de un supuesto delito contra la paz y el derecho internacional, “actos hostiles contra un Estado extranjero”, catalogado dentro de los delitos contra la seguridad del Estado.
El general de División Arnaldo Ochoa había estado en la Sierra Maestra bajo las órdenes de Camilo Cienfuegos. Había comandado las misiones militares de Castro en Etiopía y Angola. Uno de los más condecorados generales cubanos, Ochoa fue diputado a la Asamblea Nacional del Poder Popular y ostentaba el título de Héroe de la República de Cuba. Gozaba además de gran prestigio y simpatía entre las filas del Ejército cubano. Quizás por eso mismo se especuló que el verdadero objetivo de Fidel Castro con esas ejecuciones era el de frustrar un eventual (o inminente) golpe de Estado.
Sea como fuere, lo que en realidad sucedió solo lo supo en su momento un reducido círculo, del cual algunos miembros ya se habrán llevado el secreto a la tumba. El proceso fue televisado, pero no sin antes haber sido sometido a una meticulosa edición. También se comentó (o quizás se filtró) que a todos los implicados se les había prometido el perdón al final del juicio y que solo serían despojados de sus grados y cargos. Con esa esperanza en el horizonte, cada uno de ellos reconoció su supuesta culpabilidad en público. No faltó el consabido mea culpa en el que además de mostrarse arrepentidos eximían a la cúpula gobernante de cualquier participación en los delitos. Participación que una gran cantidad de cubanos damos por sentado, pues de hecho el sacrificio de esos militares como chivos expiatorios ante la presión internacional fue otra de las hipótesis más manejadas por la población.
Promesas aparte, Arnaldo Ochoa, Antonio de la Guardia, Amado Padrón Trujillo y Jorge Martínez Valdés fueron fusilados el 13 de julio de 1989. De los altos oficiales acusados solo escaparon del paredón (a cambio de prolongadas condenas) el general de brigada Patricio de la Guardia y el teniente coronel Alexis Lago Arocha. El resto recibió condenas de 10, 15 y 30 años de cárcel. El general José Abrantes, titular del Ministerio del Interior, uno de los asistentes más antiguos y cercanos a Fidel, ex jefe de su escolta personal, fue arrestado luego junto a otros seis oficiales de su gabinete “por no haber impedido la comisión de los delitos”. Murió (o lo “murieron”) de un infarto en 1991, mientras cumplía una condena de 20 años.
Una infamia el 12 de abril de 2003
Ya en el presente siglo, el 12 de abril de 2003, fueron ejecutados los jóvenes Lorenzo Enrique Copello Castillo, Bárbaro Leodán Sevilla García y Jorge Luis Martínez Isaac, quienes junto con otras personas habían intentado secuestrar una lancha de pasajeros de la ruta Habana Vieja-Regla con el objetivo de desviarla hacia costas estadounidenses. Esa vez el juicio, totalmente carente de garantías procesales, duró menos de una semana.
Hasta donde se sabe, los tres jóvenes fueron las últimas personas en ser fusiladas en la isla. No obstante, organizaciones de derechos humanos han denunciado otras muertes de disidentes cubanos en “extrañas circunstancias”. Uno de los casos más conocidos fue quizás el de Oswaldo Payá Sardiñas y Harold Cepero, víctimas fatales en el año 2012 de lo que el régimen de La Habana intentó hacer pasar por accidente de tránsito, pero que más tarde se supo, gracias al testimonio de sobrevivientes, que había sido un ataque intencional.
Por desgracia, denuncias sobre muertes y desapariciones de opositores y disidentes no han faltado bajo el mandato castrista, pues si algo abunda en la isla son las represalias del régimen de La Habana. Naturalmente, el capo de Birán supo guardarse las espaldas, de modo que es imposible conocer con exactitud el total de sus víctimas fatales. Las cifras varían entre cientos y miles de fusilados, pero ni siquiera la ONU cuenta con un registro concreto, pues los represores evidentemente no publican informes ni rinden cuentas de sus delitos. Aun así, un sinnúmero de nombres engrosa la larga lista de las víctimas del paredón castrista, y se llenarían tomos con los fusilados anónimos, esos que la Historia no llegó a recoger, aunque con toda seguridad los seres queridos que los sobrevivieron no los olvidan.
En definitiva, chivo expiatorio o escarmiento, para frenar un golpe de Estado o para atajar una inminente estampida, lo cierto es que el capo di tutti capi a golpe de paredón fue desbrozando el sendero para su hermanito menor, y de paso, aunque quizás sin saberlo, para lo que décadas después degeneró en el Estado mafioso que desgobierna hoy la tierra más hermosa que ojos humanos vieran.