La democracia, por sí misma, no garantiza la prosperidad de los pueblos, pero no hay duda de que la potencia. Y la explicación de este fenómeno es bastante sencilla: el desarrollo económico requiere de un proceso prolongado de ahorro e inversiones.

De ahí el lamentable error de quienes pretenden curar los males económicos suprimiendo la democracia y confiando la gestión del gobierno a un hombre fuerte o a un grupo de militares que no tengan que responder ante las leyes. Ese casi nunca es el camino de la prosperidad, sino el del agravamiento de los problema; que se pretende solucionar. Frente a cada ejemplo de dictadores que logran alcanzar cierto grado de éxito en su gestión económica, se alzar una docena de sangrientos fracasos que aconsejan no recurrir jamás a la mano dura inconstitucional para corregir los fracasos de la esfera económica.

Nadie debe olvidar, además, que, con frecuencia, los éxitos parciales de los autócrata; son borrados por los posteriores estallidos socia les con que culminan sus mandatos. Quienes aplaudían los índices de crecimiento durante la; dictaduras del Sha en Persia o de Batista en Cuba no podían imaginarse el retroceso que luego sobrevendría cuando la inconformidad y la ir, populares se abrieron cauce hasta alcanzar e poder. ¿De qué vale, pues, crecer ilegalmente a ritmo del diez por ciento, si existe un riesgo enorme de que la aventura termine con un brutal desplome económico?

El marco jurídico

En todo caso, en las sociedades democráticas, eficientemente gobernadas hay varias características jurídicas que se repiten y hacen posible el surgimiento de la prosperidad.

La más importante es la confianza en un poder judicial honesto e independiente, capaz de administrar la ley con razonable equidad. Y entre esas leyes una de las insustituibles es la que garantiza el cumplimiento de los contratos. Si no hay seguridad jurídica es muy difícil o imposible el crecimiento económico. No es en los textos de Keynes o Friedman donde se esconde el mayor secreto de la prosperidad, sino en los códigos de comercio y en la legislación civil, pues sin leyes y sin tribunales no son posibles el desarrollo y el enriquecimiento de las personas y los pueblos.

Por lo demás, es inútil o infantil suponer que se puede decretar o legislar la creación de riquezas.

Todas esas constituciones que ordenan y mandan que se haga justicia social, suelen olvidar que los servicios que el Estado presta tienen un costo que se podrá o no sufragar de acuerdo con la intensidad y el éxito de los productores de bienes y servicios, pero si la ley, en nombre de una abstracta piedad, ata las manos de esos creadores de bienestar, lo que conseguirá será un mayor grado de pobreza. Pasemos, pues, al marco económico, última esfera en la que deben estar presentes ciertos componentes que forman parte de la ecuación del éxito.

El marco económico

Aunque parezca una insensatez es bueno observar, de comienzo, que la economía es una ciencia con tantas limitaciones que su dominio difícilmente servirá para encontrar el camino del desarrollo y la prosperidad. De ahí lo escasamente útil que resultan las pasiones académicas a la hora de proponer un recetario que cure nuestros males económicos. La verdad definitiva no está en los economistas de la oferta o de la demanda; tampoco en los monetaristas que vigilan con ojo cauteloso la masa monetaria o la velocidad de su circulación, especialmente cuando nos referimos a economías de mercado, abiertas y competitivas.

El elemento clave, pues, no es la referencia intelectual, sino la actividad impredecible de los empresarios y de sus empresas, y esa actividad no puede ser estudiada a partir de los criterios de los economistas, porque está arraigada en el misterio de la naturaleza humana. Sin embargo, es perfectamente posible afirmar que ese empresario donde da sus mejores frutos sociales es en una economía en la que los precios estén arbitrariamente controlados, sino que fluctúen de acuerdo con la oferta y la demanda. Y no porque los controles de precios sean justos o injustos –lo cual pertenece al capítulo de la ética–, sino porque son imposibles. Hace muchos años que Ludwig von Mises lo explicó en su libro sobre el socialismo: en una sociedad compleja es imposible conocer el valor de las cosas fuera de las transacciones del mercado. Y cuando se asignan arbitrariamente los precios, se falsifica el factor básico en el proceso productivo.

Hay otro elemento importantísimo que aparece ahora en estas reflexiones, pero que equivocadamente suele situarse fuera del marco de la economía: me refiero a la educación. La creación de riquezas siempre es posible a partir de un determinado quehacer, y esos quehaceres son siempre el producto de unos saberes previos.

Pues bien: cualquier observador que analice el proceso de enriquecimiento de los pueblos más afortunados del planeta, sin ninguna dificultad va a descubrir que hay una relación directa entre el grado de dominio de la técnica y la ciencia y el grado de desarrollo económico. En la era de las naves espaciales, de las computadoras y de la ingeniería genética, era en la que se multiplican exponencialmente los bienes y servicios disponibles, es ridículo y totalmente irracional exigir que se nos brinde una vida confortable y moderna a cambio de nuestros productos tradicionales, obtenidos por los viejos métodos de siempre. No es sólo en el café, el banano, el azúcar, el cobre o el petróleo donde está la posibilidad de alcanzar el desarrollo. Hoy, fundamentalmente, está en la adquisición de las destrezas y los conocimientos que dan la vida a nuestro mundo contemporáneo, es decir, en la educación y la información.


Fragmento del ensayo Libertad: la clave de la prosperidad, escrito en 1995 por Carlos Alberto Montaner

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