Publicado originalmente en Diario de Cuba
En una entrevista publicada el pasado 18 de abril por NBC News el padre Ariel Suárez, secretario adjunto de la Conferencia de Obispos Católicos de Cuba (COCC), afirmó que la Iglesia Católica está dispuesta a ofrecer un espacio de diálogo, si “los distintos actores políticos” lo consideran, para hallar soluciones a la crisis en el país.
Suárez dijo que los obispos han hecho invitaciones a la oración “para encontrar soluciones para que podamos salir de esta angustiosa situación, para que los funcionarios del país tengan sabiduría y audacia al tomar decisiones que favorezcan la vida del pueblo”.
DIARIO DE CUBA conversa con el doctor Juan Antonio Blanco, analista político y experto en negociaciones y resolución de conflictos, para conocer su reacción como profesional acerca de esa declaración.
¿Qué opinión merece la oferta, expresada por el secretario adjunto de la COCC, de poner el “espacio” de la Iglesia al servicio de diálogos entre cubanos con “diferentes posiciones, visiones y perspectivas” para que puedan “encontrar caminos que nos ayuden a seguir adelante con una disposición tranquila y esperanzada”?
Es normal para una institución religiosa alentar salidas dialogadas a los conflictos. Nada que reprochar en ese sentido. Pero algunas frases empleadas recientemente omiten la desagradable experiencia histórica de los pretendidos diálogos con la elite de poder cubana. En ese sentido abren la posibilidad de que haya personas desesperadas y a la vez cargadas de buenas intenciones que caigan en una trampa. ¿Está plenamente consciente la Iglesia Católica de todas las responsabilidades y consecuencias que le conllevaría asumir un liderazgo en ese terreno?
¿Cree que el Gobierno cubano pudiera estar hoy intentando manipular a la Iglesia Católica para usarla en una maniobra de apaciguamiento temporal o incluso de “cambio fraude” de mayor envergadura?
Esa es una posibilidad medianamente probable. Reflejaría que el Gobierno sabe lo crítica que es su situación este año y que puede perder el control de la gobernabilidad en cualquier momento. Ya han ensayado otras tácticas de apaciguamiento como los anuncios triunfalistas de que han encontrado petróleo y el cese de altos funcionarios del Gobierno y del Partido. Sin embargo, no les ha funcionado.
La Iglesia Católica puede incluso creer que ha tomado esa decisión de manera libérrima y, sin embargo, puede no ser el caso. ¿Habrán enviado desde la cúpula de poder mensajes indirectos a la Iglesia para hacerle creer que estarían dispuestos a negociar una salida pactada a la crisis? Si esas declaraciones fueron inducidas por una medida activa de esa naturaleza, ¿cuál sería el significado de que los servicios de inteligencia quieran “sembrar” esa idea en medios eclesiásticos en este momento?
Es altamente improbable que la elite de poder esté dispuesta a ir una transición no violenta, pactada, hacia la democracia. Es mucho más probable que sea una maniobra más de apaciguamiento y a la vez proyectar una imagen constructiva. Pero en la práctica limitarían la discusión a reformas puntuales y no permitirían el debate sobre la necesidad de remplazar el sistema. Sin embargo, esa sería la única solución verdadera, integral y perdurable.
¿Por qué muchos sectores de la oposición y del exilio rechazan la idea de un diálogo con el Gobierno cubano? ¿Es eso una señal de intolerancia irracional?
Para nada. Lo hacen por varios motivos racionales y entendibles. No olvidan la experiencia de lo que el régimen cubano ha descrito como “diálogos” anteriormente.
También hay reservas causadas por malas prácticas previas sucedidas con la mediación del cardenal Ortega en 2010, cuando se esperaba que liberara a los presos políticos y, al final, propició junto a España su deportación. Considerar a Ortega un mediador le facilitó al Gobierno tratar solo con él, ninguneando a los opositores, y así poder dictarle en la sombra al mediador el único desenlace que permitiría, y que no era liberar a los presos sino “liberarse” de ellos expulsándolos del país.
Por diálogo —sea con la población, sus propios militantes o con la diáspora cubana—, la elite de poder solo ha entendido hasta hoy un proceso en que ellos confeccionan por sí mismos la lista de quienes serán sus interlocutores; deciden los temas que pueden incluirse o no en la agenda, controlan el uso de la palabra y la información pública que se ofrezca sobre su desarrollo.
Entonces, ¿no considera usted positivo que la Iglesia Católica funcione como mediadora?
Un mediador no es igual a un facilitador de una conversación, diálogo o negociación (que no son la misma cosa) entre partes en conflicto. En una mediación las partes entregan la soberanía de la representación de sus intereses y posiciones al mediador quien termina presentándoles la supuesta solución que a su juicio (quizás pactado en la oscuridad con la parte más poderosa) deberán aceptar para “mostrarse constructivos”.
Un facilitador que ambas partes acepten y cuyos poderes sean limitados es quizás imprescindible. Una mediación no lo es siempre.
La Iglesia Católica no ha hablado de mediación. Hasta ahora la Iglesia en realidad no ha ofrecido otra cosa que ser “el espacio” de cualquier conversación.
¿Son las conversaciones, diálogos y negociaciones ejercicios equivalentes o fases consecutivas, de un mismo proceso?
No. Las conversaciones son exploraciones temáticas puntuales —dedicadas a menudo a un solo asunto— y limitadas en tiempo. La conversación que alentaría hoy sería sobre la libertad inmediata de los presos políticos.
El diálogo, cuando se llega a él, supone abordar una agenda flexible que permita explorar si existen consensos sobre los cuales puedan luego formalizarse acuerdos legales en una tercera etapa de negociación. En Cuba lo único que creo factible por ahora sería una conversación sobre la liberación de los presos. Sin ese logro previo carecería de credibilidad la posibilidad de iniciar un diálogo y llevarlo a buen puerto.
¿Alguna conclusión o comentario final?
El primero es que se puede agradecer a la Iglesia Católica su disposición a ayudar en esta coyuntura. No hay que atacarla ni criticarla, sino protegerla de potenciales errores y fracasos.
El segundo es que no recomiendo que se asigne a la Iglesia u otra entidad el papel de mediador.
Por otra parte, la Iglesia podría facilitar —o simplemente promover— un proceso de conversaciones con un solo punto: la liberación de todos los presos políticos. De ninguna manera deben abrirse diálogos mientras más de mil cubanos siguen siendo rehenes del Estado.
Mi conclusión general es que la pregunta clave que tenemos que hacernos es si esa elite de poder cree tener en las actuales circunstancias una “mejor alternativa a una solución negociada”. Mientras crean que ese es el caso —que pueden controlar la situación sin necesidad de entrar en una genuina negociación—, todo diálogo será una maniobra para continuar aferrados al poder.
Para que se convenzan de que no tienen otra salida, más que invitarlos a dialogar, hace falta que las fuerzas democráticas nacionales e internacionales movilicen una presión significativa, dentro y fuera de Cuba, que los persuada de que, en efecto, no la tienen. Esa debe ser la prioridad. Sin lograr eso primero, ningún diálogo será genuino, no tendrá posibilidades de éxito y podría ser contraproducente.