De manera general, se entiende por recursos naturales aquellos bienes proporcionados por la naturaleza y no alterados por la mano del hombre, y se clasifican en renovables y no renovables en dependencia de su disponibilidad en el tiempo, su capacidad de regeneración y el ritmo de uso, explotación o consumo. En los primeros se engloban aquellos cuyos ciclos de regeneración sobrepasan su ritmo de explotación (siempre y cuando se usen de manera racional, pues pueden agotarse debido a la sobreexplotación) o los que son ilimitados (como la luz solar, las mareas y los vientos). Por su parte los recursos naturales no renovables se encuentran por lo general en depósitos limitados, o bien tienen ciclos de regeneración muy inferiores a su velocidad de consumo, dado que la naturaleza no puede reproducirlos en períodos geológicos cortos (aquí entrarían los minerales, los hidrocarburos, el carbón, los metales, el gas natural, los depósitos de agua subterránea, por mencionar algunos ejemplos).

Tanto la sostenibilidad del desarrollo económico de un país como la calidad de vida de sus habitantes están estrechamente relacionadas con la manera en que cada sociedad sepa gestionar sus recursos naturales, que son generalmente administrados por los Estados a través de las instancias competentes. Claro está, en un Estado de derechos dicha competencia es entendida como la responsabilidad de preservar esos recursos para beneficio del pueblo y de la nación, y en ningún caso como un medio para facilitar su apropiación para lucro exclusivo de un grupo. Así pues, en una democracia transparente y responsable los ciudadanos tienen potestad para exigir a los gobernantes, funcionarios y decisores medidas efectivas tanto para proteger el medio ambiente como para hacer un uso responsable y sostenible de sus recursos naturales, ya que una de las principales características de los sistemas democráticos es precisamente la inclusión de los ciudadanos en la toma de decisiones. Ello resulta fundamental para conferir a las políticas medioambientales un enfoque abarcador, de modo que las soluciones puedan ser practicables y efectivas. Por otra parte, gracias a la transparencia y la rendición de cuentas los líderes políticos proceden en función de los intereses de los ciudadanos y el medio ambiente, dado que mediante la primera se logra que todos comprendan los procesos y decisiones, y la segunda precisa a los dirigentes a asumir la responsabilidad por sus acciones.

Una participación real y efectiva tiene sus bases en la libertad de asociación y expresión, y en ella es imprescindible incluir a los ciudadanos de todos los géneros, edades y regiones del territorio nacional, esto es, a personas de distintos sectores sociales desvinculados de los mecanismos e instituciones estatales. No es suficiente brindar información, ni siquiera realizar las cacareadas consultas sobre un proyecto ya concebido y prácticamente decidido, sino que todas las partes interesadas deben tener la posibilidad de aportar sus ideas, opciones y opiniones en la toma de decisiones, y esta debe ocurrir a través de instituciones legítimas que verdaderamente representen sus intereses.

Por el contrario, en un sistema totalitario o en un Estado mafioso son precisamente los entes o grupúsculos secuestradores del poder quienes “administran”, o mejor dicho, controlan exclusivamente ese formidable impulsor socioeconómico de la nación que son sus recursos naturales. En el caso particular de la mayor de las Antillas dicho control se ejerce (formalmente, se entiende) mediante distintas instancias de la Administración Central del Estado, como por ejemplo el Ministerio de Ciencia, Tecnología y Medio Ambiente (CITMA). El daño ambiental resultante de ese proceder corrupto supone un elevado coste para los ciudadanos y considerables estragos en la riqueza natural de la isla. Las evidencias de ello son innumerables y están a la vista, desde la deforestación o la disminución de nuestros recursos hídricos hasta la destrucción de nuestra barrera coralina, pasando por el agotamiento por sobreexplotación de nuestra fauna marina, comercializable o no, y sin olvidar el tráfico de vida silvestre y la construcción de hoteles y centros turísticos en la primera línea de playa.

Una de las evidencias más molestas y palpables en nuestro día a día es sin dudas la interrupción durante horas, días e incluso semanas del abasto de agua a la población. Claro que en este tema cabría hacer un alto para preguntarnos si esas interrupciones en verdad corresponden a la escasa disponibilidad de unos mermados recursos hídricos o si en realidad la castromafia simplemente raciona el agua potable como una de sus tantas tácticas para ejercer su dominio sobre los habitantes de la mayor de las Antillas. O quizás sea una combinación de ambos, más el lógico resultado de la falta de cuidado a las redes hidráulicas, pues en 1958 la población de la isla rondaba los 6 millones de personas, aproximadamente la mitad de la actual, y el gobierno comunista no renovó, amplió ni reparó de manera notable esas conexiones.

Otro tanto podría decirse del servicio eléctrico, lo mismo en relación a su incosteable precio como a los cada vez más frecuentes apagones. Y es que el Estado mafioso cubano apenas (si alguno) ha dedicado recursos al desarrollo y aprovechamiento de fuentes renovables de energía como la eólica, la solar o la undimotriz, de las cuales el país tiene un vasto potencial gracias a su ubicación geográfica privilegiada a esos efectos.

Otro doloroso resultado del desgobierno castrista, si de recursos naturales se trata, son los incontables incendios que ocurren a todo lo largo de nuestras ya menguadas florestas. Solamente antes de concluir la primera mitad del 2023 ya se habían perdido a causa de 613 siniestros de este tipo 13 980 hectáreas de bosques y más de 489 hectáreas de herbazales de ciénaga, según datos del Cuerpo de Guardabosques de la isla. Todo ello ante la pasmosa indolencia de la castromafia, que apenas dedica un mínimo simbólico de recursos a sofocarlos, aunque sí consagra esfuerzos a proteger instalaciones turísticas si estas se ven amenazadas por el fuego. Así lo constataron, por ejemplo, los testigos de la gigantesca conflagración ocurrida entre febrero y marzo del pasado año en Pinares de Mayarí, Holguín, la cual solo pudo ser consumida por la lluvia tras 28 días activa. En aquella ocasión las autoridades sencillamente cesaron de cuantificar el área afectada. No obstante, la cifra extraoficial fue de unas 10 000 hectáreas dañadas entre bosques, cafetales y pastizales, incluyendo partes del parque nacional protegido Mensura-Piloto, refugio de especies biológicas y botánicas de gran valía.

Como desgracia adicional, ni siquiera los pobladores de las localidades perjudicadas tienen la capacidad de apagar los fuegos por su cuenta debido a la ausencia de agua potable, cuyo servicio se dilata durante varios días, incluso semanas, en zonas rurales. No obstante, las autoridades del país, con la complicidad de los medios informativos en su poder, aseguran que el 70 % de los incendios forestales ocurridos en la isla son sofocados antes de sobrepasar las 5 hectáreas. Para ello, afirman, el país cuenta con un Sistema de Protección contra Incendios Forestales integrado por “organismos de la Administración Central del Estado, órganos e instituciones estatales” que ha “demostrado su efectividad por más de 10 años” (Granma digital, 18 de enero de 2023). Para eso sí son útiles la prensa plana y digital y los medios radiales y televisivos, que por lo demás apenas cubren esos numerosos eventos ni le dedican al tema algo más que algún eventual spot publicitario supuestamente encaminado a instruir a la población en el aspecto preventivo. Y mientras el Estado mafioso salvaguarda sus ingresos y los informadores miran hacia otro lado, las llamas van devorando día tras día nuestros medios de subsistencia, nuestros paisajes, a la vez que erosionan los suelos, contaminan la atmósfera, alteran el ciclo hidrológico y destruyen nuestra biodiversidad en tanto merman las poblaciones de especies amenazadas o en peligro de extinción, así como sus hábitats.

Y si de la destrucción de nuestra biodiversidad se trata, es imposible soslayar el tráfico de vida silvestre, pues entre los recursos naturales secuestrados por el Estado mafioso cubano ocupan un sitio preponderante la flora y fauna endémica del archipiélago, incluyendo especies protegidas o en peligro de extinción y no pocas aves migratorias, con los que la castromafia lucra impúdicamente sin ningún reparo en sacarlos de su hábitat natural. Eso sí, pobre de aquel ciudadano privado que intente lo mismo por su cuenta, pues sobre él caerá todo el peso de la ley. Solo en el año 2021 se recaudaron 8 millones de pesos por concepto de multas a contravenciones ambientales y se ejecutaron alrededor de 7 000 decomisos de especies marinas como estrellas y pepinos de mar, de moluscos terrestres y de aves. Además se aplicaron más de 59 000 sanciones relacionadas no solo con la flora y fauna silvestre, sino también con la madera y los recursos hídricos. En esa persecución intervienen, entre otros instrumentos estatales, el Cuerpo de Guardabosques del Ministerio del Interior, inspectores de la Industria Alimentaria y del Ministerio de la Agricultura, el Instituto de Recursos Hidráulicos, el Ministerio de Energía y Minas, y cómo no, el CITMA.

Pero decomisos, multas y sanciones no preservan el ecosistema ni reviven la diversidad biológica de la que alguna vez fue la tierra más hermosa que ojos humanos vieran. No cuando se aplican de manera incorrecta o cuando el daño ya está hecho. En todo caso, ¿quién le decomisa al régimen de La Habana las toneladas de maderas preciosas con cuyo tráfico ha engrosado sus arcas durante décadas? ¿Quién multará a la dictadura por haber arruinado nuestros manglares y arrecifes, o por la gran cantidad de residuos sólidos y líquidos y de gases nocivos que hoy contaminan nuestro archipiélago? ¿Quién sancionará al castrismo por la degradación que exhibe más del 70 % de los suelos cubanos?

Pero ninguno de estos desastres les quita el sueño a los capos de este paraíso tropical, cuya principal motivación detrás de sus ansias de control desmedido no es otra que conservar indefinidamente el dominio económico absoluto e indiscutido. No olvidemos que una meta prioritaria para la empresa criminal castrista, como para todo Estado mafioso, no solo es enriquecerse, sino además impedir que prosperen de manera independiente ciudadanos y entidades desvinculados de su garra, de manera que no sean capaces de acumular suficiente fuerza como para oponérsele y por lo tanto no se conviertan en un obstáculo para los aviesos planes de la famiglia en el poder.