Fidel Castro perdió al país. Hoy, el castrismo solo lucha por mantenerse en el poder a cualquier precio.

Persiguiendo su objetivo cardinal de perpetuarse al frente de Cuba, desde 1959 Fidel Castro plantó las semillas de una crisis que hoy parece llegar al final. El barbudo erigió su poder sobre una tramoya de gobierno sin supervisión para, tempranamente, deslindar su agenda personal de la prometida restauración de la Constitución del 40 y celebración de elecciones democráticas, teniendo como meta propia, privadamente confesada a su persona de mayor confianza —Celia Sánchez— convertir su existencia en confrontación perpetua contra Estados Unidos, quizás por sentirse despechado por cómo le trató Washington, quizás porque era el único enemigo a la altura de su ego.

Aparte de esa confesión anecdótica —históricamente muy reveladora— y la certeza de que jamás entregaría el poder, los objetivos de Castro nunca estuvieron claros siquiera para sus colaboradores más cercanos, gracias al control del flujo de información que implantó con respaldo y asesoría internacional, convirtiendo a la democrática Revolución Cubana en totalitaria, castrista y rusa.

Paulatinamente, fue restringiéndose en el país toda libertad de expresión, incluida la artística, creándose una atmósfera de carencia y distorsión de la verdad que dejó a los ciudadanos totalmente desconectados de la conducción del país.

La poca información afectó incluso a los miembros del sistema que, aunque mejor informados pues el conocimiento se racionó según la posición de cada quien en el gallinero castrista, solo podían ver aquella parte del cuadro que Fidel Castro les permitía, a la vez que quedaron enmudecidos ante el pánico de que una crítica se interpretase como contrarrevolución.

Mediante retórica retorcida y sin contestación, adoctrinamiento y miedo, Castro erradicó la libertad de expresión y la propiedad privada. Su objetivo estratégico fue minimizar el capital social acumulado en Cuba, o sea, el conjunto de relaciones interpersonales de todo tipo (familiares, sociales, profesionales, religiosas, etc.) para impedir coaliciones o acciones colectivas no afines al Gobierno.

Pero debilitar la cohesión social tuvo efectos secundarios. Quienes asistían a Castro en el manejo del país padecían —quizás más que nadie excepto el propio Fidel— las consecuencias de las restricciones del flujo de información. Ellos, en sus cimas burocráticas, desconocían mucho de lo que sus subordinados, más cercanos a la realidad, ocultaban por miedo, a la vez que, lo que sí conocían, se lo ocultaban al propio Castro pues no podían expresarse libremente ni entre ellos, con lo que el régimen, el propio Fidel, se quedó sin el feedback imprescindible para reconocer a tiempo y corregir errores inherentes a cualquier sistema complejo.

Cegando a todos el propio Castro quedó ciego; enmudeciendo a todos el propio Castro quedó sordo. Tras décadas de aislamiento del comandante en su laberinto, su proyecto se volvió esquizoide, perdió contacto con la realidad, siendo solo viable cuando era mantenido por fuerzas extrañas (URSS, Chavismo, Socialismo Siglo XXI). La soberbia de un hombre perdió al país.

Hoy los cubanos, aun los que trabajan dentro del sistema, están mentalmente divididos en tres grandes grupos: quienes ambicionan la continuidad del régimen; quienes desean reformarlo y mejorarlo, y quienes anhelan sustituirlo por una democracia moderna.

Pero por el oscurantismo congénito al sistema, muy pocos se animan a descubrir lo que piensan mientras son miembros del castrismo a cualquier nivel, constituyendo así una disidencia silenciosa pero latente, demostrada en una diáspora habitada por miles de ex-funcionarios del régimen.

Sin libertad de expresión se creó en Cuba un apagón informativo que provocó que las decisiones, desde las microscópicas en una empresa hasta las del Consejo de Estado, se tomasen a ciegas. Esa oscuridad informativa impuesta por Castro aun antes de salir de su confortable guarida en la Sierra Maestra, es la responsable última de la oscuridad de los apagones eléctricos que hoy simbolizan el ocaso de una revolución moribunda.

La insuficiente información, más la represión, redujeron la eficiencia administrativa en toda Cuba, llevando casi a cero su capacidad creativa y productiva, destruyendo su economía. El castrismo creó un círculo vicioso donde la gestión a cualquier nivel es ineficiente porque la información no circula, lo que a su vez reduce aún más la eficiencia. Décadas de entrampamiento han llevado al punto sin retorno actual, donde, abandonado todo ideal, el castrismo lucha, estrictamente, por mantener el poder al precio de destruir más aún la nación y a su gente.

La “luz informativa” que comenzó a apagarse en 1959 desembocó en la oscuridad física, real, de un país, resultado de la insólita irresponsabilidad de Fidel Castro y sus secuaces nativos y extranjeros, que condujo a una economía quebrada y profundamente endeudada que subsiste de la caridad internacional y el chantaje emocional a su población fugada, pues el Gobierno gansteril ha pasado de dictadura eficiente a grosero carcelero.

El futuro de la nación está comprometido. Si no se quiere depender de soluciones aleatorias habrá que explorar nuevas ideas, nuevas vías de matar a Polifemo, o no saldremos de la cueva. De lo contrario, puede replicarse la coyuntura de 1898, cuando el futuro no pudo decidirse plenamente en Cuba. Y esta vez sería peor, pues ahora son los rusos, involucrados con militares castristas con vocación de oligarcas, que en muchos aspectos ya dominan al poder político, quienes están cocinando una transición que no promete restauración republicana. ¿Qué quieren, que esperan los cubanos que todavía hay por el mundo?


Publicado originalmente en Diario de Cuba